Cuentan los abuelos que han vivido toda su vida en estas montañas y conservan la memoria de San Agustín, que en realidad nadie sabe con certeza por qué el lugar lleva ese nombre. “San Agustín” —dicen— es un nombre cristiano, impuesto mucho tiempo después, cuando los antiguos ya habían desaparecido y el misterio seguía vivo entre las piedras.

Ellos aseguran que los monolitos nunca debieron ser desenterrados, porque si las comunidades ancestrales los dejaron bajo la tierra, fue por una razón espiritual: estaban destinados a descansar en silencio, conectando el mundo de los vivos con el de los dioses.

También cuentan que en San Agustín quedó un soplo de energía, una fuerza que emana amor y reconciliación con la Pachamama, la Madre Tierra. Durante siglos, diferentes comunidades de toda Colombia llegaban hasta aquí para realizar ceremonias y rituales sagrados, buscando equilibrio, sanación y armonía con la naturaleza.

Tal vez por eso, quienes visitan San Agustín sienten que algo los envuelve, que el lugar los abraza. Muchos dicen que cuando llegan no quieren irse, como si las montañas, el río Magdalena que nace en su macizo y la puerta hacia la selva del Putumayo los llamaran a quedarse un poco más.

San Agustín no solo guarda historia: guarda energía viva, una conexión profunda entre el ser humano y la tierra que lo vio nacer. Es un punto donde los caminos espirituales de Colombia se encuentran, y donde el alma del país parece respirar con fuerza.